El corazón verde.
Sobre la mesilla de noche hay una pequeña vela de cera de abeja encendida, un corazón verde colgando de un cordón de algodón, brillando al son de la pequeña llama, un barquito de papel que una vez hiciste aburrida y un esférico ojo de tigre, mirándome. Mirando cómo vuelvo a abrir el cuaderno otra vez, como tantas otras veces antes fue abierto. Sobre la almohada la foto impresa que hizo Pablo, como quien lleva un libro a la cama con la esperanza de leer un poco a sabiendas de que solo mirará la portada. La foto de un lugar que conozco y que ya apenas frecuento por la tristeza que me provoca caminar solo por los mismos caminos que antes recorrimos juntos. Una foto hecha con unos ojos que no son los míos. Otros ojos. Otra mirada perdida a propósito. Un puente mal construido, una arquitectura absurda, fea, sin función ni emoción, sin cabeza ni corazón, y un chico que se eleva con el patín pegado a sus zapatillas por la pasarela. Allí estuvo una vez Copacabana. No hay ni rastro de naturaleza. Apenas queda el recuerdo, la espuma de los días, seca, amarillenta, mortecina. Una foto es una excusa. Podría haber sido cualquier otra cosa, como pasa siempre con todo. Las excusas siempre estarán ahí para ser utilizadas, aunque a menudo no sean necesarias.
Antes, los ojos cósmicos de los caballos de los gitanos brillaban en la oscuridad del túnel, al que llegábamos después de dejar atrás pequeñas leiras y tras bajar por O Raposeiro hasta las vías del tren, donde los niños golpeàbamos con palos los raíles para extraer de ellos sonidos enigmáticos, primitivos y extraños, que nos hacían felices.
Apartar la foto a un lado de la cama, sin riñones que calentar, sin cabellos en los que enredarse, sin buenas noches y sin hasta mañana. Estar en cama solo, con mis heridas mal cerradas, escribiendo esto y no lo otro. Ver las costuras del pecho, contar con las yemas de los dedos los puntos en la espalda y notar por un instante que vuelvo a recordar de nuevo. Sentir a una niña en brazos. Darle a pedacitos una galleta, inclinar una botella de agua para que beba y sentir una hermosa mirada enfrente, contemplando la escena. No levantar la vista del plano de la niña y colarse en él, por una esquina, los flecos de una bufanda de lana y unas uñas recién pintadas. Tener la sensación de algo, una intuición, una intensa corazonada, y no levantar la mirada de la criatura. Latir juntos mientras se acaba la galleta.
Nunca más volví a sentir aquel miedo. Otros sí, pero aquél, no. Es cierto, una vez tuve miedo de no volver a escribir nunca más. Después ya nunca volví a sentir aquel miedo. Ni ayer, que no podía escribir lo sentí, ni hoy que sí puedo lo siento.
Cierro el cuaderno y lo dejo en el suelo, atrapo en mi mano derecha el corazón verde que aún conservo y luego lo suelto, apago la luz de la vela con un suspiro y cierro los ojos como quien cierra una puerta que sabe que pronto abrirá de nuevo, y me pregunto si yo ya no soy yo o si soy más yo que nunca.
Entrar en el túnel oscuro, como un tren nocturno, sin rastro alguno de los brillantes ojos de los caballos de los gitanos, con todas las luces apagadas, adentràndome, una noche más, en un territorio de sombras.
Pablo Portero.
Escritor y realizador.